Del frances filosofo, ensayista, semiólogo... uno de los primeros criticos y teoricos de la cultura popular, masas, pop y burguesa (todas juntas o separadas...). Que mejor para hablar sobre cine que el mismo Barthes.
¿Cómo integra usted el cine en su vida? ¿Lo considera como espectador, y como espectador crítico?
Tal vez sería necesario partir de los
hábitos de cine, de la manera en que el cine llega a nuestra vida. Yo no
voy muy seguido al cine, apenas una vez por semana. En cuanto a la
elección del film, en el fondo no es jamás totalmente libre; no cabe
duda que preferiría ir al cine solo, porque para mí el cine es una
actividad enteramente proyectiva; pero como consecuencia de la vida
social es más frecuente que vayamos al cine en pareja o todo un grupo y,
a partir de ese momento, la elección se vuelve, lo queramos o no,
forzada. Si yo eligiera de manera puramente espontánea, mi elección
tendrá que tener un carácter de improvisación total, liberada de todo
tipo de imperativo cultural o cripto-cultural, guiada por las fuerzas
más oscuras de mí mismo. Lo que plantea un problema en la vida del
usuario de cine es que existe una suerte de moral más o menos difusa de
las películas que hay que ver, impera tivos de origen cultural
forzosamente, que son bastante fuertes cuando se pertenece a un medio
cultural (aunque más no sea porque hay que ir en contra para ser libre).
Algunas veces eso tiene su lado bueno, como todos los esnobismos. Uno
siempre está un poco dialogando con esta especie de ley del gusto
cinematográfico, que es tanto más fuerte probablemente cuanto más fresca
es esta cultura cinematográfica. El cine ya no es más algo primitivo;
ahora se distinguen en él fenómenos de clasicismo, de academismo y de
vanguardia y uno se encuentra colocado por la evolución misma de este
arte, en el medio de un juego de valores. De tal modo, cuando elijo, las
películas que hay que ver entran en conflicto con la idea de
imprevisibilidad total que representa el cine todavía para mí y, de
manera más precisa, con las películas que espontáneamente querría ver
pero que no son las películas seleccionadas por esa especie de cultura
difusa que está haciéndose.
¿Qué piensa usted del nivel de esta cultura, todavía muy difusa, cuando se trata del cine?
Es una cultura difusa porque es confusa.
Quiero decir con esto que en el cine hay una especie de entrecruzamiento
posible de los valores: los intelectuales se ponen a defender las
películas de masas y el cine comercial puede absorber con gran rapidez
las películas de vanguardia. Esta aculturación es propia de nuestra
cultura de masas y del cine comercial, pero tiene un ritmo diferente
según los géneros: en el cine parece muy intensa; en literatura los
cotos están mucho mejor guardados; no creo que sea posible adherir a la
literatura contemporánea, la que se hace actualmente, sin un cierto
saber incluso técnico, porque el ser de la literatura está puesto en su
técnica. En suma, la situación cultural del cine es actualmente
contradictoria: moviliza técnicas, de allí la exigencia de un cierto
saber y un sentimiento de frustración si no se lo posee, pero su ser no
está en su técnica, contrariamente a la literatura: ¿se imagina usted
una literatura-verdad, análoga al cine-verdad? Con el lenguaje sería
imposible, la verdad es imposible con el lenguaje.
Sin embargo, nos referimos constantemente
a la idea de un “lenguaje cinematográfico”, como si la existencia y la
definición de ese lenguaje fueran emitidas universalmente, ya sea que se
tome la palabra “lenguaje” en un sentido puramente retórico (por
ejemplo las convenciones estilísticas atribuidas al contrapicado o al
travelling), ya sea que se lo tome en un sentido muy general, como
relación de un significante y de un significado.
En lo que a mí concierne, probablemente
porque no he logrado integrar el cine a la esfera del lenguaje, lo
consumo de una manera puramente proyectiva y no como un analista.
¿No habría, si no imposibilidad, al menos dificultad del cine para entrar en esta esfera del lenguaje?
Se puede tratar de situar esta
dificultad. Nos parece, hasta el presente, que el modelo de todos los
lenguajes es la palabra, el lenguaje articulado. Ahora bien ese lenguaje
articulado es un código, utiliza un sistema de signos no analógicos (y
que en consecuencia pueden ser, y son, discontinuos); a la inversa, el
cine se ofrece a primera vista como una expresión analógica de la
realidad (y además, continua); y una expresión analógica y continua, no
sabemos por cuál punta tomarla para introducir, comenzar en ella un
análisis de tipo lingüístico; por ejemplo ¿cómo hacer variar el sentido
de una película, de un fragmento de película? Así pues, si el crítico
quisiera tratar al cine como un lenguaje, abandonando la inflación
metafórica del término, debería primero discernir si hay en el continuo
fílmico elementos que no son analógicos, o que tienen una analogía
deformada, o transpuesta, o codificada, provistos de una sistematización
tal que se los pueda tratar como fragmentos de lenguaje; éstos son
problemas de investigación concreta que no han sido abordados todavía,
que podrían serlo al principio por especies de tests fílmicos, a partir
de allí se vería si es posible establecer una semántica, incluso parcial
(sin duda parcial), de la película. Se trataría, aplicando los métodos
estructuralistas, de aislar elementos fílmicos, de ver cómo son
entendidos, a cuáles significados corresponden en tal o tal caso, y,
haciendo variar, de ver en qué momento la variación del significante
implica una variación del significado. Entonces habríamos aislado en la
película unidades lingüísticas con las que luego se podrían construir
las “clases”, los sistemas, las declinaciones.(1)
¿Esto no coincide con ciertas
experiencias hechas al fin de la época muda, en un plano más empírico,
principalmente por los soviéticos, y que no han sido muy concluyentes,
salvo cuando esos elementos de lenguaje fueron retomados por un
Eisenstein en el interior de una poética? Aunque cuando esas búsquedas
se quedaron en el plano de una pura retórica, como un Pudovkin, fueron
inmediatamente contradichas: todo ocurre en el cine como si desde el
momento en que se avanzara en una relación semiológica, ésta fuera
inmediatamente contradicha.
De todas maneras, si se llegara a
establecer una especie de semántica parcial sobre puntos precisos (es
decir para significados precisos), tendríamos muchas dificultades para
explicar por qué todo el film no está constituido como una yuxtaposición
de elementos discontinuos; nos encontraríamos con el segundo problema,
el de lo discontinuo de los signos -o el del continuo de la expresión.
Pero, aunque llegáramos a descubrir esas
unidades lingüísticas, ¿estaríamos acaso un paso más adelante, ya que no
están hechas para ser percibidas como tales? La impregnación del
espectador por el significado se realiza en otro nivel, de manera
diferente a la impregnación del lector.
Sin duda tenemos todavía una visión muy
estrecha de los fenómenos semánticos, y lo que en el fondo nos cuesta
más comprender es lo que se podría llamar las grandes unidades
significantes; incluso dificultades en lingüística, puesto que la
estilística apenas avanzó (existen estilísticas psicológicas pero no
estructurales todavía). Probablemente la expresión cinematográfica
pertenece también a este orden de las grandes unidades significantes,
que corresponden a significados globales, difusos, latentes, que no son
de la misma categoría que los significados aislados y, discontinuos del
lenguaje articulado. Esta oposición entre una microsemántica y una
macrosemántica constituiría tal vez una manera diferente de considerar
al cine como un lenguaje, abandonando el plano de la denotación
(acabamos de ver que es bastante difícil aproximarse a las unidades
primeras, literales) para pasar al plano de la connotación, es decir al
de significados globales, difusos y, de alguna manera, segundos. Se
podría comenzar aquí por inspirarse en los modelos retóricos (y ya no
literalmente lingüísticos) aislados por Jakobson, dotados por él de una
generalidad extensiva al lenguaje articulado y que él mismo aplicó al
cine; quiero hablar de la metáfora y de la metonimia. La metáfora es el
prototipo de todos los signos que pueden sustituirse unos a otros por
similaridad; la metonimia es el prototipo de todos los signos cuyo
sentido se encuentra porque entran en contigüidad, en contagio se podría
decir; por ejemplo un calendario que se deshoja es una metáfora; y uno
estaría tentado de decir que en el cine todo montaje, es decir toda
contigüidad significante, es una metonimia, y puesto que el cine es
montaje, el cine es un arte metonímico (por lo menos ahora).
Pero ¿el montaje no es al mismo
tiempo un elemento no delimitable? Porque todo es montable, desde un
plano de revólver de seis imágenes hasta un gigantesco movimiento de
cámara de cinco minutos que muestre trescientas personas y una treintena
de acciones entrecruzadas; ahora bien, se puede montar uno después de
otro esos dos planos -que no por eso estarán en el mismo plano…
Creo que lo que sería interesante hacer
es ver si un procedimiento cinematográfico puede ser convertido
metodológicamente en unidades y significantes; si los procedimientos de
elaboración corresponden a unidades de lectura del film; el sueño de
todo crítico es poder definir un arte por su técnica.
Pero los procedimientos son todos
ambiguos; Por ejemplo, la retórica clásica dice que el picado significa
aplastamiento; ahora bien vemos doscientos casos (por lo menos) en los
que el picado no tiene en absoluto ese sentido.
Esta ambigüedad es normal pero no es ella
la que estorba en nuestro problema. Los significantes son siempre
ambiguos; el número de significados excede siempre al número de
significantes: sin eso no existiría ni literatura, ni arte, ni historia,
ni nada de lo que hace que el mundo se mueva. Lo que constituye la
fuerza de un significante, no es su claridad sino que sea percibido como
significante -yo diría: cualquiera que sea el sentido, no son las cosas
sino el lugar de las cosas el que cuenta. El lazo del significante con
el significado tiene mucha menos importancia que la organización de los
significantes entre sí; el picado pudo significar aplastamiento, pero
sabernos que esta retórica está superada porque, precisamente, la
sentimos fundada en una relación de analogía entre “picar” y “aplastar”
que nos parece ingenua, sobre todo en nuestros días en que una
psicología de la “denegación” nos enseña que puede haber una relación
válida entre un contenido y la forma que puede serle “naturalmente”
contraria. En este despertar del sentido que provoca el picado, lo que
es importante es el despertar y no el sentido.
Precisamente, después de un
primer período “analógico” ¿el cine no está ya saliendo de este segundo
período de lo anti-analógico por un empleo más flexible, no codificado,
de las “figuras de estilo”?
Pienso que si los problemas del
simbolismo (porque la analogía cuestiona al cine simbólico) pierden
nitidez, agudeza, es sobre todo porque entre las dos grandes vías
lingüísticas indicadas por Jakobson, la metáfora y la metonimia, el cine
parece por el momento haber elegido la vía metonímica, o si usted
prefiere, sintagmática, siendo el sintagma un fragmento extendido,
armado, actualizado de signos, en una palabra un trozo de relato. Es muy
notable que, contrariamente a la literatura del “no ocurre nada” (cuyo
ejemplo representativo sería la L’éducation sentimentale) (2), el cine,
incluso aquel que no se presenta en un principio como cine de masas, es
un discurso en el que la historia, la anécdota, el argumento (con su
consecuencia mayor, el suspenso) no está jamás ausente; incluso lo
“rocambolesco”, que es la categoría enfática, caricatural de lo
anecdótico, no es incompatible con el buen cine. En el cine “ocurre
algo” y ese hecho tiene naturalmente una relación estrecha con la vía
metonímica, sintagmática de la que hablaba hace un rato. Una “buena
historia” es efectivamente, en términos estructurales, una serie lograda
de dispatchings sintagmáticos: dada tal situación (tal signo) ¿de qué
puede ser seguida? Existe un cierto número de posibilidades, pero esas
posibilidades son finitas (es esta finitud, esta clausura de lo posible
lo que funda al análisis estructural), y es en esto donde la elección
que el director hace del “signo” siguiente es significante; en efecto el
sentido es una libertad, pero una libertad vigilada (por lo finito de
los posibles); cada signo (cada “momento” del relato, del film) sólo
puede ser seguido por algunos otros signos, por algunos otros momentos;
esta operación que consiste en prolongar, en el discurso, en el
sintagma, un signo por otro signo (de acuerdo con un número finito y a
menudo muy restringido de posibilidades) se llama una catálisis; en el
habla, por ejemplo, se puede catalizar el signo perro sólo por un
pequeño número de otros signos (ladra, duerme, come, muerde, corre,
etc., pero no cose, vuela, barre, etc.); el relato, el sintagma
cinematográfico está sometido también a reglas de catálisis, que el
realizador practica sin duda empíricamente, pero que el crítico, el
analista debería tratar de reencontrar. Porque naturalmente, cada
dispatching, cada catálisis tiene su parte de responsabilidad en el
sentido final de la obra.
La actitud del realizador, hasta
donde podamos discernirla, es tener una idea más o menos precisa del
sentido antes; y reencontrarla más o menos modificada después. Durante,
está preso casi enteramente en un trabajo que se sitúa fuera de la
preocupación por el sentido final; el realizador fabrica pequeñas
células sucesivas guiadas por… ¿Por qué? Eso es lo que sería interesante
determinar justamente.
Sólo puede verse guiado, más o menos
inconscientemente, por su ideología profunda, por el partido que toma
frente al mundo; porque el sintagma es tan responsable del sentido como
el signo mismo, por eso el cine puede convertirse en un arte metonímico y
ya no más simbólico, sin perder para nada su responsabilidad, muy por
el contrario. Me acuerdo que Brecht nos sugirió, en Théâtre populaire,
organizar intercambios (epistolares) entre él y jóvenes autores
dramáticos franceses; consistiría en “representar” el montaje de una
obra imaginaria, es decir de una serie de situaciones, como una partida
de ajedrez; uno avanzaría una situación, el otro elegiría la situación
siguiente, y naturalmente (allí residía el interés del “juego”) cada
paso habría sido discutido en función del sentido final, es decir, según
Brecht, de la responsabilidad ideológica; pero los autores dramáticos
franceses no existen. En todo caso, usted ve que Brecht, teórico agudo
-y práctico- del sentido tenía una conciencia muy fuerte del problema
sintagmático. Todo esto parece probar que hay posibilidades de
intercambio entre la lingüística y el cine, a condición de elegir una
lingüística del sintagma más que una lingüística del signo.
Tal vez la aproximación al cine
en tanto que lenguaje no será nunca perfectamente realizable; pero es al
mismo tiempo necesaria, para evitar ese peligro de gozar del cine como
de un objeto que no tendría ningún sentido, sino que sería un puro
objeto de placer, de fascinación, completamente privado de toda raíz y
de toda significación. Ahora bien, el cine, se quiera o no, tiene
siempre un sentido; por lo tanto siempre hay un elemento de lenguaje que
juega …
Por supuesto, la obra tiene siempre un
sentido; pero, precisamente, la ciencia del sentido, que vive
actualmente una promoción extraordinaria (gracias a una especie de
esnobismo fecundo), nos enseña paradójicamente que el sentido, si se
puede decir así, no está encerrado en el significado; la relación entre
significante y significado (es decir el signo) aparece al principio como
el fundamento mismo de toda reflexión “semiológica”; pero luego uno se
ve llevado a tener del “sentido” una visión mucho más amplia, mucho
menos centrada sobre el significado (todo lo que hemos dicho del
sintagma va en esta dirección); debemos esta ampliación a la lingüística
estructural, por supuesto, pero también a un hombre como Lévi-Strauss,
que ha mostrado que el sentido (o más exactamente el significante) era
la más alta categoría de lo inteligible. En el fondo, es lo inteligible
humano lo que nos interesa. ¿Cómo el cine manifiesta o reúne las
categorías, las funciones, la estructura de lo inteligible elaboradas
por nuestra historia, nuestra sociedad? Es a esta pregunta a la que
podría responder una “semiología” del cine.
Sin duda es imposible fabricar lo ininteligible.
Absolutamente. Todo tiene un sentido,
incluso el sinsentido (que tiene por lo menos el sentido segundo de ser
un sinsentido). El sentido es algo tan fatal para el hombre que, en
cuanto libertad, el arte parece ocuparse, sobre todo en el presente, no
de fabricar sentido sino por el contrario de suspenderlo; de construir
sentidos pero no de llenarlos exactamente.
Tal vez podríamos tomar aquí un
ejemplo; en la puesta en escena (teatral) de Brecht, hay elementos de
lenguaje que no son, al comienzo, susceptibles de ser codificados.
En relación con este problema del
sentido, el caso de Brecht es bastante complicado. Por un lado tuvo,
como ya lo he dicho, una conciencia aguda de las técnicas del sentido
(cosa que era muy original con relación al marxismo, poco sensible a las
responsabilidades de la forma); conocía la responsabilidad total de los
más humildes significantes, como el color de un traje o el lugar de un
proyector; y usted sabe hasta qué punto estaba fascinado por los teatros
orientales, teatros en los cuales la significación está muy codificada
-valdría más decir: cifrada- y en consecuencia muy poco analógica; en
fin, hemos visto con qué minucia trabajaba y quería que se trabajara la
que responsabilidad semántica de los “sintagmas” (el arte épico, que él
preconizaba, es por otra parte un arte fuertemente sintagmático); y,
naturalmente, toda esa técnica está pensada en función de un sentido
político. En función de, pero tal vez no con vistas a, y es aquí donde
tocamos la segunda vertiente de la ambigüedad brechtiana; me pregunto si
ese sentido comprometido de la obra de Brecht finalmente no es a su
manera un sentido suspendido; recuerde usted que su teoría dramática
implica una especie de división funcional de la escena y de la sala: le
correspondía a la obra plantear las preguntas (dentro de los términos
elegidos por el autor: se trata de un arte responsable), al público le
corresponde encontrar las respuestas (lo que Brecht llamaba la salida);
el sentido (en la acepción positiva del término) se trasladaba de la
escena a la sala; en suma existe realmente en el teatro de Brecht un
sentido, y un sentido muy fuerte, pero ese sentido es siempre una
pregunta. Quizá esto es lo que explica que este teatro, si bien es
ciertamente un teatro crítico, polémico, comprometido, no es sin embargo
un teatro militante.
¿Puede esta tentativa ser extensiva al cine?
Siempre parece muy difícil y bastante
vano transportar una técnica (y el sentido es una técnica) de un arte a
otro; no por purismo de los géneros, sino porque la estructura depende
de los materiales empleados; la imagen teatral no está hecha de la misma
materia que la imagen cinematográfica, no se presta de la misma forma
al recorte, a la duración, a la percepción; el teatro parece ser un arte
mucho más “grosero”, o digamos, si usted lo prefiere, más “grueso” que
el cine (la crítica teatral también me parece más grosera que la crítica
cinematográfica), por lo tanto más cercana de tareas directas, de orden
polémico, subversivo, cuestionador (dejo de lado el teatro del acuerdo,
del conformista, de la repleción).
Hace algunos años usted evocó la
posibilidad de determinar la significación política de una película,
examinando, más allá de su argumento, el movimiento que lo constituye
como película: la de izquierda estaba caracterizada en general por la
lucidez, la película de derecha por la apelación a una magia …
Lo que me pregunto ahora es si no hay
artes que por naturaleza, por técnica, sean más o menos reaccionarios.
Lo creo para la literatura; no creo que una literatura de izquierda sea
posible. Una literatura problemática sí, es decir una literatura del
sentido suspendido: un arte que provoque respuestas pero que no las dé.
Creo que la literatura en el mejor de los casos es eso. En cuanto al
cine, tengo la impresión que en este plano está muy próximo de la
literatura, y que está por su materia y su estructura mucho mejor
preparado que el teatro para una responsabilidad muy particular de las
formas que yo he llamado la técnica del sentido suspendido. Creo que el
cine tiene dificultades en ofrecer sentidos claros y que en el estado
actual no debe hacerlo. Los mejores films (para mí) son aquellos que
suspenden mejor el sentido. Suspender el sentido es una operación
extremadamente difícil que exige a la vez una gran técnica y una lealtad
intelectual total. Eso quiere decir desembarazarse de todos los
sentidos parásitos, cosa que es extremadamente difícil.
El Ángel Exterminador
¿Ha visto películas que le han dado esta impresión?
Sí, El ángel exterminador. No creo que la
advertencia de Buñuel del comienzo -yo, Buñuel, les digo que este film
no tiene ningún sentido-, no creo para nada que esto sea una coquetería;
creo que es verdaderamente la definición de la película. Y desde esta
perspectiva la película es muy bella: se puede ver cómo, en cada
momento, el sentido está suspendido, sin ser nunca por supuesto un
sinsentido. No es en absoluto una película absurda; es una película que
está llena de sentido, llena de lo que Lacan llama la “significancia”.
Está llena de significancia, pero no hay un sentido ni una serie de
pequeños sentidos. Y por eso mismo es una película que sacude
profundamente, y que sacude más allá del dogmatismo, más allá de las
doctrinas. Normalmente, si la sociedad de los consumidores de películas
fuera menos alienada, esta película debería, como se dice vulgarmente y
justamente, “hacer reflexionar”. Se podría mostrar por otra parte, pero
necesitaríamos tiempo, cómo los sentidos que “prenden” a cada instante, a
pesar nuestro, son apresados en un dispatching extremadamente dinámico,
extremadamente inteligente, hacia un sentido siguiente que a su vez no
es jamás definitivo.
Y el movimiento de la película es el movimiento mismo de ese dispatching perpetuo.
En esta película hay también un hallazgo
inicial que es responsable del logro total: la historia, la idea, el
argumento tienen una nitidez tal que dan la ilusión de necesidad. Uno
tiene la impresión que Buñuel no tuvo más que tirar del hilo. Hasta el
presente yo no era muy buñuelista; pero aquí además Buñuel pudo expresar
toda su metáfora (porque Buñuel siempre ha sido muy metafórico), todo
su arsenal y su reserva personal de símbolos; todo ha sido tragado por
esa especie de nitidez sintagmática, por el hecho de que el dispatching
es hecho cada segundo exactamente como era necesario.
Por otra parte Buñuel ha
confesado siempre su metáfora con tal nitidez, supo siempre respetar la
importancia de lo que está antes y de lo que está después de tal manera,
que eso era ya aislarla, ponerla entre comillas, por lo tanto superarla
o destruirla.
Desgraciadamente para los aficionados
comunes de Buñuel, éste se define sobre todo por su metáfora, la
“riqueza” de sus símbolos. Pero si el cine moderno tiene una dirección,
es en El ángel exterminador que se la puede encontrar…
A propósito de cine “moderno”, ¿vio usted La inmortal?
Sí … Mis relaciones (abstractas) con
Robbe-Grillet me complican un poco las cosas. Esto me pone de mal humor;
no hubiera querido que hiciera cine… Y bien, allí, la metáfora aparece…
De hecho Robbe-Grillet no mata para nada el sentido, lo enturbia; cree
que es suficiente con enturbiar el sentido para matarlo. Es sumamente
difícil matar un sentido.
Y cada vez más le da fuerza a un sentido cada vez más plano.
Porque “varía” el sentido, no lo
suspende. La variación ¡mpone un sentido cada vez más fuerte, de orden
obsesivo: un número reducido de significantes “variados” (en el sentido
musical de la palabra) remite al mismo significado (es la definición de
la metáfora). Por el contrario en ese famoso Ángel exterminador, sin
hablar de esa especie de irrisión dirigida contra la repetición (al
principio en las escenas literalmente retomadas), las escenas (los
fragmentos sintagmáticos) no constituyen una serie inmóvil (obsesiva,
metafórica), cada una participa en la transformación de una sociedad de
fiesta en sociedad de coacción, construye una duración irreversible.
Además Buñuel ha jugado el juego de la cronología; la no-cronología es una facilidad: una falsa prenda pagada a la modernidad.
Volvemos aquí a lo que decía al comienzo:
es una cosa bella porque existe una historia; una historia con un
comienzo, un fin, un suspenso. Actualmente, la modernidad aparece
demasiado a menudo como una manera de hacer trampa con la historia o la
psicología. El criterio más inmediato de la modernidad para una obra es
el no ser “psicológica” en el sentido tradicional del término. Pero, al
mismo tiempo, no se sabe cómo expulsar a esta famosa psicología, esa
famosa afectividad entre los seres, ese vértigo relacional que (ésta es
la paradoja) ya no es soportado por las obras de arte, sino por las
ciencias sociales y la medicina: la psicología hoy no está sólo en el
psicoanálisis, que, independientemente de su inteligencia o su
envergadura, es practicado por los médicos: el “alma” se convirtió en un
hecho patológico en sí. Hay una especie de renuncia de las obras de
arte frente a las relaciones interhumanas, interindividuales. Los
grandes movimientos de emancipación ideológica -digamos para hablar
claramente, el marxismo- han dejado de lado al hombre privado, y sin
duda no podían hacer de otra manera. Ahora bien, sabemos que allí
todavía hay un desajuste, algo que no funciona: mientras haya “escenas”
conyugales habrá preguntas que plantearle al mundo.
El verdadero gran tema del arte
moderno es el de la posibilidad de la felicidad. Actualmente las cosas
ocurren en el cine como si hubiera la comprobación de una imposibilidad
de felicidad en el presente con una especie de recurso al futuro. Tal
vez los años por venir nos permitirán asistir a las tentativas de una
nueva idea de la felicidad.
Exactamente. Ninguna gran ideología,
ninguna gran utopía del presente toma a su cargo esa necesidad. Tuvimos
toda una literatura utópica interespacial, pero la especie de
micro-utopía que consistiría en imaginar utopías psicológicas o
relacionales no existe en absoluto. Pero si la ley estructuralista de
rotación de las necesidades y de las formas juega aquí, deberíamos
llegar muy pronto a un arte más existencial. Es decir que las grandes
declaraciones antipsicológicas de estos últimos diez años (declaraciones
en las cuales he participado yo mismo, como no podía ser menos)
deberían retroceder y volverse pasadas de moda. Por ambiguo que sea el
arte de Antonioni, es tal vez por eso que nos conmueve y nos parece
importante.
Dicho de otro modo, si queremos resumir
lo que deseamos ahora, debemos decir que esperamos films sintagmáticos,
films con historia, films “psicológicos”.
Texto tomado de: http://pequenoscinerastas.wordpress.com/2010/08/30/sobre-el-cine-entrevista-con-roland-barthes/
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NOTAS:
* Cahiers du Cinéma, núm. 147, septiembre de 1963. Declaraciones recogidas por Michel Delahaye y Jacques Rivette.
(1) El lector podrá consultar como
referencia dos artículos recientes de Roland Barthes: “L’imagination du
signe” (Arguments, núm. 27-28) y L’activité structuraliste” (Les Lettres
Nouvelles, núm. 32).
(2) [N. S.R.]: “La educación sentimental “, G. Flaubert, editorial Losada, Buenos Aires, Aergentina, 1980.
Texto extraído de “El grano de la voz”, Roland Barthes, págs. 19/32, editorial Siglo XXI, México, 1983.
Edición original: Editions du Seuil, París, 1981.
Corrección: Cecilia Falco
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