Publicado en Cahiers du Cinéma, n.º 85, julio de 1958
( Jean-Luc Godard por Jean-Luc Godard, traducción de Gustavo Londoño)
En
la historia del cine hay cinco o seis films cuya crítica suele hacerse
con estas únicas palabras: «¡Es el mejor film!» Porque no hay elogio
mejor. En efecto, ¿para qué hablar más ampliamente de Tabou, de Viaggio in Italia o de la Carrosse d'Or?
Como la estrella de mar que se abre y se cierra, éstos son films que
logran mostrar y esconder a un tiempo el secreto de un mundo del cual
son a la vez sus únicos depositarios y sus fascinantes reflejos. La
verdad es su verdad. La llevan en lo más profundo de sí mismos y sin
embargo la pantalla se desgarra en cada plano para sembrarla a los
cuatro vientos. Decir de ellos: «es el mejor film», es decirlo todo.
¿Por qué? Porque es así. Y sólo el cine puede permitirse utilizar sin
falsa vergüenza ese razonamiento infantil. ¿Por qué? Porque es el cine. Y
el cine se basta a sí mismo. Para ponderar los méritos de Welles, de
Ophuls, de Dreyer, de Hawks, de Cukor e incluso de Vadim basta decir:
¡es cine! Y cuando los nombres de grandes artistas del pasado aparecen,
por comparación, en nuestra pluma, no queremos decir nada distinto de
esto. ¿Cabe imaginar, por el contrario, una crítica que elogiara la
última obra de Faulkner diciendo: es lectura, o de, Stravinski o Paul
Klee: es música, es pintura? Y aún menos de Shakespeare, Mozart o Rafael
. Tampoco es imaginable que a un editor, a Bernard Grasset, por
ejemplo, se le ocurra lanzar a un joven poeta bajo el lema: ¡esto es
poesía! Incluso cuando Jean Vilar hace una chapucería con Le Cid,
no se atreve a poner en los carteles: ¡esto es teatro! Mientras que
«¡esto es cine!» más que en santo y seña se convierte en grito de guerra
tanto para el vendedor de films como para el aficionado. En pocas
palabras entre los distintos privilegios de que goza el cine el menor no
es el erigirse en razón de ser su propia existencia y, por ese mismo
hecho hacer de la ética su estética. Cuatro o seis films dije, +1, ya
que Sommarlek es el mejor film.
El último gran romántico
Los
grandes autores son probablemente aquellos cuyos nombres nos vienen a
los labios cuando resulta imposible explicar de otro modo las
sensaciones y múltiples sentimientos que nos asaltan en ciertas
circunstancias excepcionales, ante un paisaje sorprendente, por ejemplo,
o un suceso inesperado: Beethoven, bajo las estrellas, en lo alto de un
acantilado azotado por las olas; Balzac cuando, visto desde Montmartre,
diríase que París nos pertenece; pero en lo sucesivo, si el pasado
juega al escondite con el presente en el rostro de aquella o aquel que
amamos; si la muerte, cuando humillados y ofendidos logramos por fin
formularle la pregunta suprema, nos responde con una ironía
completamente valeryana que hay que tratar de vivir, en lo sucesivo; en
fin, si las palabras verano prodigioso, pasadas vacaciones o eterno
espejismo nos brotan de los labios es porque automáticamente hemos
pronunciado el nombre de quien una segunda retrospectiva en la
Cinemateca francesa acaba de consagrar, para aquellos que sólo habían
visto algunos de sus diecinueve films, como el autor más original del
cine europeo: Ingmar Bergman.
¿Original? El séptimo sello o Noche de circo, pase; desde luego Sonrisas de una noche de verano; pero Monika, Secretos de mujeres,
son cuando mucho el producto de un Maupassant de segunda, y en cuanto a
la técnica: encuadres a la Germaine Dulac , efectos a la Man Ray,
reflejos en el agua a la Kirsanoff y escenas retrospectivas en tal
abundancia como ya no es posible aceptar; algo pasado de moda, en suma;
no, el cine es otra cosa -exclaman nuestros técnicos patentados- ante
todo, un oficio.
Pues bien: ¡no! El cine
no es un oficio. Es un arte. No es un equipo. Siempre estamos solos: lo
mismo en el estudio que ante la página en blanco. Y para Bergman ser
solitario es formular preguntas. Y hacer films es responder a ellas.
Imposible ser más clásicamente romántico.
Es
verdad que de todos los cineastas contemporáneos él es sin duda el
único que no reniega abiertamente de los procedimientos apreciados por
los vanguardistas de los años treinta, tal y como se prolongan todavía
hoy en los festivales de cine experimental o de aficionados. Pero para
el director de La sed se trata más bien de audacia, ya
que ese baratillo lo destina Bergman, con perfecto conocimiento de
causa, a otros films. Esos planos de lagos, de bosques, de hierba, de
nubes, esos ángulos falsamente insólitos, esos contraluces demasiado
rebuscados dejan de ser, en la estética bergmaniana, juegos abstractos
de cámara o proezas fotográficas para integrarse, por el contrario, a la
psicología de los personajes en el instante preciso en que se trata,
para Bergman, de exponer un sentimiento no menos preciso; por ejemplo,
el placer de Monika mientras atraviesa en barco un Estocolmo que empieza
a despertarse, luego de su hastío al haber hecho el camino inverso en
un Estocolmo que se adormece.
La eternidad en apoyo de lo instantáneo
En
el instante preciso. En efecto, Ingmar Bergman es el cineasta del
instante. Todos sus films surgen de una reflexión de los personajes
sobre el instante presente, reflexión profundizada por una especie de
descuartizamiento de la duración, un poco a la manera de Proust, pero
con mucha mayor fuerza, como si se multiplicara a Proust por Joyce y
Rousseau, y se convierte finalmente en una gigantesca y desmesurada
meditación a partir de lo instantáneo. Un film de Ingmar Bergman es, si
se quiere, un veinticuatroavo de segundo que se transforma y prolonga
durante hora y media. Es el mundo en el espacio que medía entre dos
parpadeos, la tristeza entre dos latidos de corazón, la alegría de vivir
entre dos aplausos.
De ahí la importancia primordial del flashback en estas escandinavas reflexiones de muchachas que se pasean a solas. En Sommarlek
basta con que Maj Britt Nilsson lance una mirada a su espejo, para que
parta, como Orfeo o Lanzarote, en busca del paraíso perdido o del tiempo
recobrado. Utilizado casi sistemáticamente por Bergman en la mayoría de
sus obras, el retorno al pasado deja de ser uno de esos poor tricks de
que hablaba Orson Welles para convertirse, si no en el tema mismo del
film, al menos en su condición sine qua non. Por si fuera poco, esta
figura de estilo, incluso cuando es empleada como tal, tendrá en lo
sucesivo la incomparable ventaja de dar una considerable consistencia al
guión, ya que constituye a la vez su ritmo interno y su armazón
dramática. Basta con haber visto uno cualquiera de los films de Bergman
para darse cuenta de que cada retorno al pasado se inicia y acaba «en
situación», en doble situación, habría que decir, porque lo más
importante es que ese cambio de secuencia, como en lo mejor de
Hitchcock, corresponde siempre a la emoción interior del héroe o, en
otras palabras, provoca la reactualización de la acción, lo cual es
patrimonio de los más grandes. Hemos tomado por facilidad lo que no es
más que exceso de rigor. Ingmar Bergman, a quien «los del ofício»
describen como autodidacta, da aquí una lección a nuestros mejores
guionistas. Veremos que no es la primera vez que lo hace.
Siempre adelante
Cuando
surgió Vadim, todos lo aplaudimos porque estaba al día, mientras que la
mayoría de sus colegas tenían por lo menos una guerra de retraso.
Cuando vimos las muecas poéticas de Giulietta Masina, aplaudimos también
a Federico Fellini, cuya frescura barroca tenía el aroma de la
renovación. Pero este renacimiento del cine moderno ya había sido
llevado a su apogeo, cinco años atrás, por el hijo de un pastor
protestante sueco. ¿En qué pensábamos entonces cuando apareció Monika
en las pantallas parisinas? Todo lo que reprochábamos no hacer a los
cineastas franceses, Ingmar Bergman lo había hecho ya. Monika ya era Et Dieu... crea la femme, sólo que logrado a la perfección. Y el último plano de Noches de Cabiria,
cuando Gulietta Masina mira obstinadamente hacia la cámara, ¿acaso
puede olvidarse que estaba ya, también, en la penúltima bobina de Monika?
Esa repentina conspiración entre actor y director que tanto entusiasma a
André Bazin ya la habíamos visto, no hay que olvidarlo, mil veces más
fuerte y poética, cuando Harriet Anderson, con los risueños ojos
empañados por el desconcierto fijos en el objetivo, nos hace testigos de
su repugnancia al verse obligada a optar por el infierno en contra del
cielo.
No todo el que quiere puede ser
orfebre. Ni el que aventaja a los demás es aquel que lo proclama más
alto. Un autor verdaderamente original será aquel cuyos guiones no estén
necesariamente vinculados a un nombre. Porque Bergman prueba que es
nuevo lo que es acertado y es acertado lo que es profundo. Y la profunda
novedad de Sommarlek, de Monika, de La sed, del Séptimo sello
es, ante todo, la admirable justeza del tono. Desde luego que para
Bergman -en eso estamos de acuerdo- un gato es un gato. Pero lo es
también para muchos otros, y eso no significa nada. Lo importante es
que, dotado de una elegancia moral a toda prueba, Bergman puede
adaptarse a cualquier verdad, incluso a la más escabrosa. Es profundo
aquello que es imprevisible, y cada nuevo film de este autor
desconcierta a menudo a los más cálidos partidarios del precedente.
Esperamos una comedia y lo que obtenemos es un misterio medieval. Con
frecuencia la única nota común a todos es esa libertad de situaciones
que aplaudiría Feydeau, del mismo modo que Montherlant podría aplaudir
la verdad de unos diálogos en los que Giraudoux aplaudiría -paradoja
suprema- el pudor. De más está decir que esta soberana soltura en la
elaboración del manuscrito se ve redoblada, desde el momento en que
empiezan a zumbar las cámaras por una maestría absoluta en la dirección
de actores. En ese terreno Ingmar Bergman es el igual de un Cukor o de
un Renoir. Es un hecho que la mayoría de sus intérpretes, que por otra
parte son a menudo miembros de su compañía teatral, son en general
actores notables. Pienso sobre todo en Maj Britt Nilsson, cuyo
voluntarioso mentón y cuyos gestos de desprecio no dejan de recordar a
Ingrid Bergman. Pero hay que haber visto a Birger Malmsten como un
jovencito soñador en Sommarlek, y volverlo a ver, irreconocible, como un acicalado burgués en La sed;
hay que haber visto a Gunnar Björnstrand y Harriet Anderson en el
primer episodio de Sueños de mujeres y volverlos a encontrar, con otras
miradas, otros tics y un diferente ritmo corporal en Sonrisas de una noche de verano,
para darse cuenta del prodigioso trabajo de modelado de que es capaz
Bergman a partir de ese «ganado» de que hablaba Hitchcock.
Bergman contra Visconti
0
guión contra dirección. ¿Estamos seguros? Podemos oponer un Alex Joffé a
un René Clément, por ejemplo, porque se trata sólo de talento. Pero
cuando el talento roza de tan cerca el genio como para producir Sommarlek,
¿resultan acaso útiles las disertaciones exhaustivas tratando de
establecer quién es en último término superior al otro entre el autor
completo y el puro director de cine? Tal vez así, después de todo,
porque se trata de analizar dos concepciones del cine una de las cuales
tal vez tenga más valor que la otra.
Grosso
modo, hay dos tipos de cineastas: los que van por la calle con la
cabeza baja y los que van con la cabeza alta. Los primeros, para ver lo
que ocurre a su alrededor, están obligados a alzar frecuente y
repentinamente la cabeza moviéndola a derecha e izquierda para abarcar,
gracias a una sucesión de miradas, el campo que se ofrece a su vista.
Ellos ven. Los segundos no ven nada, sino que miran, fijando su atención
en el punto preciso que les interesa. Cuando ruedan un film, el
encuadre de los primeros es aireado, fluido, (Rossellini) y el de los
segundos ajustado al milímetro (Hitchcock). En los primeros se encuentra
un tipo de desglose tal vez disparatado pero extraordinariamente
sensible a la tentación del azar (Welles), y en los segundos,
movimientos de cámara no sólo de una inaudita precisión en el trabajo en
estudio, sino dueños de su propio valor abstracto de movimiento en el
espacio (Lang). Bergman pertenecería más bien al primer grupo, el del
cine libre, y Visconti al segundo, el del cine riguroso.
Por mi parte, prefiero Monika a Senso,
y la política de autor a la de director. A quien dude de que Bergman,
más que ningún otro cineasta europeo, con excepción de Renoir, es el más
típico representante de la primera corriente, La cárcel
puede darle, si no la prueba concluyente de ello, al menos su símbolo
más evidente. Ya se sabe cuál es el tema: un director de cine recibe de
su profesor de matemáticas un guión sobre el diablo. Pero no es a él a
quien ocurren numerosas desventuras diabólicas, sino a su guionista, a
quien ha pedido una continuación.
Como
hombre de teatro que es, Bergman acepta montar en escena las obras de
los demás. Pero en tanto que hombre de cine, prefiere permanecer solo a
bordo. Al contrario de un Bresson o de un Visconti que transfiguran un
punto de partida, que sólo excepcionalmente les es propio, Bergman crea
ex nihilo aventuras y personajes. Nadie puede negar que El séptimo sello está menos hábilmente dirigido que Las noches blancas,
que sus encuadres son menos precisos y sus ángulos menos rigurosos
pero, y en esto reside el punto principal de la distinción, para un
hombre de un talento tan grande como el de Visconti hacer un film muy
bueno es, a fin de cuentas, un asunto de muy buen gusto. Está seguro de
no equivocarse, y en cierto modo la tarea le resulta fácil. Es fácil
escoger las cortinas más bonitas, los muebles más perfectos, hacer los
únicos movimientos de cámara posibles si de antemano se sabe que uno
está dotado para ello. En el caso de un artista, conocerse demasiado
bien es ceder un poco a la facilidad.
Lo
que es difícil, en cambio, es internarse en terrenos desconocidos,
reconocer el peligro, arrostrar los riesgos y sentir miedo. ¡Qué sublime
instante, en Las noches blancas, cuando cae la nieve
en gruesos copos alrededor de la barca de Maria Schell y Marcello
Mastroiani! Pero lo que esto tiene de sublime es nada comparado al viejo
director de orquesta que, echado sobre la hierba, en Hacia la felicidad,
mira a Stig Olin, quien a su vez mira amorosamente a Maj Britt Nilsson
tendida en su chaise-longue, y piensa: «¡Cómo poder describir un
espectáculo tan bello!» Admiro Noches blancas, pero Sommarlek es un film que amo.
Fuente: www.ddooss.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario