Cuando En tierra hostil, de Kathryn Bigelow, consiguió los principales oscars frente a Avatar,
de James Cameron, esa victoria fue percibida como una buena señal del
estado de cosas en Hollywood: una modesta producción pensada para
festivales tipo Sundance, y que en muchos países ni siquiera había
obtenido una gran distribución, supera claramente a una superproducción
cuya brillantez técnica no puede disimular la plana simplicidad de su
argumento. ¿Así que Hollywood no es solamente una fábrica de grandes
éxitos de taquilla, sino que todavía sabe apreciar esfuerzos creativos
marginales?
Es posible, aunque habría que matizar: con todas sus mistificaciones, Avatar
toma partido claramente por los que se oponen al complejo
industrial-militar mundial, retratando al Ejército de la superpotencia
como una fuerza de destrucción brutal al servicio de grandes intereses
industriales, mientras En tierra hostil presenta al Ejército
norteamericano de un modo plenamente acorde con su propia imagen pública
en este nuestro tiempo de intervenciones humanitarias y de pacifismo
militarista.
La película ignora casi por completo el gran debate
sobre la intervención de Estados Unidos en Irak, y en lugar de ello se
centra en las terribles experiencias diarias, de servicio y fuera del
mismo, de soldados corrientes obligados a convivir con el peligro y la
destrucción. Con un estilo seudodocumental cuenta la historia -o más
bien, una serie de viñetas- de una brigada del servicio de artificieros,
de su trabajo potencialmente mortal en la desactivación de explosivos.
Esa opción es sumamente sintomática: a pesar de ser soldados, ellos no
matan sino que arriesgan diariamente sus vidas desmantelando bombas
terroristas destinadas a matar civiles. ¿Puede haber algo con lo que
simpaticen más nuestros ojos progresistas? En la Guerra contra el Terror
en curso, ¿no están nuestros ejércitos, incluso cuando bombardean y
destruyen, y no sólo tales unidades de artificieros, desactivando
pacientemente las redes terroristas con el fin de hacer más seguras las
vidas de civiles en todos lados?
Pero hay más en la película. En tierra hostil
incorpora a Hollywood una moda que también ha contribuido al éxito de
dos recientes películas israelíes sobre la guerra del Líbano en 1982, el
documental animado de Ari Folman Vals con Bashir, y Líbano, de Samuel Maoz. Líbano
versa sobre los propios recuerdos de Maoz como joven soldado, mostrando
el miedo a la guerra y a la claustrofobia mediante la filmación de la
mayor parte de la acción desde el interior de un tanque. El filme nos
presenta a cuatro inexpertos soldados dentro de un tanque enviados a
"limpiar" una ciudad libanesa que ya ha sido bombardeada por la fuerza
aérea israelí. Entrevistado en el Festival de Venecia de 2009, Yoav
Donat, el actor que interpreta al director cuando éste era soldado un
cuarto de siglo antes, dijo: "No es una película que te hace pensar
'sólo estoy en una película'. Es una película que te hace sentir que has
estado en la guerra". De una manera parecida, Vals con Bashir muestra los horrores del conflicto de 1982 desde el punto de vista de unos soldados israelíes.
Maoz
dijo que su película no era una condena de las políticas de Israel,
sino una versión personal de la experiencia por la que había pasado:
"Cometí el error de llamar a la película Líbano, ya que la
guerra del Líbano no es diferente en su esencia de cualquier otra
guerra, y pensé que cualquier intento de politizarla habría estropeado
la película". Eso es ideología en su estado más puro: el hecho de
revivir la traumática experiencia del perpetrador nos capacita para
borrar el trasfondo ético-político del conflicto: qué estaba haciendo el
Ejército israelí en el interior del Líbano, etcétera. Semejante humanización
sirve así para echar una cortina de humo sobre la cuestión fundamental:
la necesidad de un análisis político implacable de lo que está en juego
como consecuencia de nuestra actividad político-militar. Nuestras
luchas político-militares no son precisamente una historia opaca que
desbarata bruscamente nuestra vida íntima, son algo en lo que
participamos plenamente.
De un modo más general, esa humanización
del soldado (en la dirección de la proverbial creencia "errar es
humano") es un elemento clave de la (auto) presentación de las fuerzas
armadas israelíes: a los medios de comunicación israelíes les gusta
hacer hincapié en las imperfecciones y traumas psíquicos de los soldados
israelíes, no presentándolos ni como máquinas militares perfectas ni
como héroes sobrehumanos, sino como a gente corriente que, atrapada en
los traumas de la Historia y de la guerra, comete errores y puede
perderse, como todo el mundo.
Por ejemplo, cuando en enero de
2003, las fuerzas armadas israelíes demolieron la casa de la familia de
un supuesto "terrorista", lo hicieron con acusada amabilidad, incluso
hasta el punto de ayudar a la familia a trasladar los muebles fuera
antes de destruir la casa con un bulldozer. En la prensa
israelí se informó poco tiempo antes sobre un suceso similar: cuando un
soldado israelí estaba registrando una casa palestina en busca de
sospechosos, la madre de la familia llamó a su hija por su nombre a fin
de tranquilizarla, y el sorprendido soldado supo que el nombre de la
aterrorizada muchacha era el mismo que el de su propia hija; en un
arrebato sentimental, sacó su cartera y le enseñó su foto a la madre
palestina.
Es fácil percibir la falsedad de semejante gesto de
empatía: la idea de que, a pesar de las diferencias políticas, todos
somos seres humanos con los mismos amores y preocupaciones, neutraliza
el impacto de lo que el soldado está haciendo efectivamente en ese
momento. Así, la única respuesta apropiada de la madre debería ser: "Si
realmente tú eres tan humano como yo, ¿por qué estás haciendo lo que
estás haciendo ahora?". El soldado entonces sólo puede ampararse en un
deber objetivado: "No me gusta hacerlo, pero 'es' mi deber..." -evitando
así asumir ese deber de forma subjetiva. El mensaje de esa humanización
es el de poner de manifiesto la brecha entre la compleja realidad de la
persona y el papel que ésta tiene que desempeñar contra su verdadera
naturaleza-. "En mi familia, la genética no es militar", como dice uno
de los soldados entrevistados en Tsahal, de Claude Lanzmann, sorprendido por verse a sí mismo como oficial de carrera.
Y eso nos hace volver a En tierra hostil:
su descripción del horror diario y del traumático impacto del servicio
en una zona de guerra parece situarla a millas de distancia de las
sentimentales celebraciones del papel humanitario del Ejército
norteamericano, como la infame Boinas verdes, de John Wayne.
Sin embargo, siempre deberíamos tener presente que las áridas y realistas imágenes de lo absurdo de la guerra de En tierra hostil enturbian, haciéndolo así aceptable, el hecho de que sus héroes están haciendo exactamente el mismo trabajo que los héroes de Boinas verdes.
En su misma invisibilidad, la ideología está ahí, más que nunca:
estamos allí, con nuestros muchachos, identificándonos con sus miedos y
sus angustias, en lugar de preguntarnos qué están haciendo allí.
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