Volvamos a la comparación —o, mejor, a la confrontación— entre
literatura y cine. Lo único que tienen en común estas dos artes
absolutamente autónomas e independientes es su generosa libertad en
cuanto a la disposición del material.
Ya hemos hablado de la dependencia de una película con respecto al mundo
y las vivencias de su autor y de su espectador. También la literatura,
qué duda cabe, dispone de la posibilidad, propia de todas las artes, de
trabajar con experiencias de lectura emocionales, espirituales e
intelectuales. Pero la verdadera especificidad de la literatura reside
en el hecho de que el lector, con independencia de la intensidad con la
que un escritor haya elaborado determinadas páginas de su libro, va
«entresacando» y «descubriendo» en la lectura aquello que corresponde a
sus propias experiencias y forma de ser, que ha ido conformando en él
normas y gustos duraderos. Incluso los detalles naturalistas de la prosa
escapan así al control del escritor, pues el lector los percibirá, a
pesar de todo, de un modo subjetivo.
Por el contrario, el cine es el único arte en que un autor se puede
sentir como creador de una realidad ilimitada, de un mundo propio, en el
sentido más literal de la palabra. La tendencia a autoafirmarse,
impresa en el hombre, se realiza en el cine en su forma más completa e
inmediata. El cine es una realidad emocional y, como tal, el espectador
la percibe como una segunda realidad.
Por este motivo, esa idea tan extendida de que el cine es un sistema de
signos me parece una idiotez, falsa en sus fundamentos. ¿Dónde está, a
mi modo de ver, el fallo básico de los estructuralistas? Aparece en el
modo de concebir la relación con la realidad, en que se basa todo arte y
en donde desarrolla las leyes que son características en cada caso. En
este sentido, el cine y la música son para mí artes inmediatas, que no
precisan de una mediación a través de la palabra. Esta característica
fundamental hace que la música y el cine sean artes afines y fundamenta a
la vez su insuperable lejanía frente a la literatura, donde todo se
expresa a través del lenguaje, es decir, a través de un sistema de
signos y normas. La recepción de una obra literaria se realiza
exclusivamente a través de un símbolo, de un concepto, tal como es
presentado por la palabra. El cine y la música, por el contrario,
ofrecen la posibilidad de una recepción inmediata, emocional, de la obra
de arte.
La literatura, a través de la palabra, describe un acontecimiento, ese
mundo interior y exterior que quiere reproducir un escritor. Por el
contrario, el cine trabaja con materiales tomados de la propia
naturaleza, que surgen de forma inmediata en el tiempo y el espacio, que
podemos observar en el entorno en que vivimos. En la imaginación de un
escritor surge primero una determinada imagen de la realidad, que luego
describe sobre el papel con ayuda de las palabras, mientras que el
celuloide graba de forma mecánica los contornos del mundo inmediato que
aparecen ante la cámara. Esos contornos de los que luego se compone el
todo, la película.
Por eso, la dirección en el cine es exactamente la capacidad de «separar
la luz de la oscuridad, las aguas de la tierra firme». Esta posibilidad
crea la ilusión de que el director se sienta como un demiurgo. Y de ahí
resultan también tantos equívocos sobre el arte de dirigir. Y aquí
surge asimismo la cuestión de la enorme responsabilidad, casi «penal»,
que pesa sobre un director. Su actitud se transmite al espectador de
forma patente e inmediata, con una exactitud casi fotográfica; y las
emociones del espectador pasan a ser algo así como emociones de un
testigo, quizá incluso del propio autor.