Volvamos a la comparación —o, mejor, a la confrontación— entre literatura y cine. Lo único que tienen en común estas dos artes absolutamente autónomas e independientes es su generosa libertad en cuanto a la disposición del material.
Ya hemos hablado de la dependencia de una película con respecto al mundo
y las vivencias de su autor y de su espectador. También la literatura,
qué duda cabe, dispone de la posibilidad, propia de todas las artes, de
trabajar con experiencias de lectura emocionales, espirituales e
intelectuales. Pero la verdadera especificidad de la literatura reside
en el hecho de que el lector, con independencia de la intensidad con la
que un escritor haya elaborado determinadas páginas de su libro, va
«entresacando» y «descubriendo» en la lectura aquello que corresponde a
sus propias experiencias y forma de ser, que ha ido conformando en él
normas y gustos duraderos. Incluso los detalles naturalistas de la prosa
escapan así al control del escritor, pues el lector los percibirá, a
pesar de todo, de un modo subjetivo.
Por el contrario, el cine es el único arte en que un autor se puede
sentir como creador de una realidad ilimitada, de un mundo propio, en el
sentido más literal de la palabra. La tendencia a autoafirmarse,
impresa en el hombre, se realiza en el cine en su forma más completa e
inmediata. El cine es una realidad emocional y, como tal, el espectador
la percibe como una segunda realidad.
Por este motivo, esa idea tan extendida de que el cine es un sistema de
signos me parece una idiotez, falsa en sus fundamentos. ¿Dónde está, a
mi modo de ver, el fallo básico de los estructuralistas? Aparece en el
modo de concebir la relación con la realidad, en que se basa todo arte y
en donde desarrolla las leyes que son características en cada caso. En
este sentido, el cine y la música son para mí artes inmediatas, que no
precisan de una mediación a través de la palabra. Esta característica
fundamental hace que la música y el cine sean artes afines y fundamenta a
la vez su insuperable lejanía frente a la literatura, donde todo se
expresa a través del lenguaje, es decir, a través de un sistema de
signos y normas. La recepción de una obra literaria se realiza
exclusivamente a través de un símbolo, de un concepto, tal como es
presentado por la palabra. El cine y la música, por el contrario,
ofrecen la posibilidad de una recepción inmediata, emocional, de la obra
de arte.
La literatura, a través de la palabra, describe un acontecimiento, ese
mundo interior y exterior que quiere reproducir un escritor. Por el
contrario, el cine trabaja con materiales tomados de la propia
naturaleza, que surgen de forma inmediata en el tiempo y el espacio, que
podemos observar en el entorno en que vivimos. En la imaginación de un
escritor surge primero una determinada imagen de la realidad, que luego
describe sobre el papel con ayuda de las palabras, mientras que el
celuloide graba de forma mecánica los contornos del mundo inmediato que
aparecen ante la cámara. Esos contornos de los que luego se compone el
todo, la película.
Por eso, la dirección en el cine es exactamente la capacidad de «separar
la luz de la oscuridad, las aguas de la tierra firme». Esta posibilidad
crea la ilusión de que el director se sienta como un demiurgo. Y de ahí
resultan también tantos equívocos sobre el arte de dirigir. Y aquí
surge asimismo la cuestión de la enorme responsabilidad, casi «penal»,
que pesa sobre un director. Su actitud se transmite al espectador de
forma patente e inmediata, con una exactitud casi fotográfica; y las
emociones del espectador pasan a ser algo así como emociones de un
testigo, quizá incluso del propio autor.
Quiero subrayar una vez más que el cine, al igual que la música, opera
con realidades. Por eso estoy en contra de los intentos de los
estructuralistas por considerar el plano como signo de otra cosa, como
resultado de un sentido. Ésta es una trasposición meramente formal,
falta de crítica, de métodos analíticos propios de otras artes. Un
elemento musical no tiene intereses ni ideología. Y también un plano
cinematográfico es siempre un fragmento de la realidad carente de ideas.
Por el contrario, la palabra es ya como tal una idea, un concepto, un
determinado nivel de abstracción. Una palabra nunca será un sonido
carente de significado.
En sus Relatos de Sebastopol, Tolstoi narra el horror de un
hospital militar con un realismo lleno de detalles. Pero por muy
cuidadosa y fielmente que consiga describir aquellos horrores, el lector
siempre tiene la posibilidad de adaptar aquellas imágenes, reproducidas
con dureza naturalista, según sus propias experiencias, deseos e ideas.
Esto sucede porque el lector percibe todo texto de forma selectiva, de
acuerdo con las leyes de su propia imaginación.
Un libro leído ya mil veces, son mil libros diferentes. Un lector dotado
de una fantasía ilimitada puede percibir descripciones lacónicas
incluso con más claridad que la que pretendía el escritor (y los
escritores casi siempre cuentan con que exista ese tipo de lectura que
complemente el texto). Por el contrario, un lector reservado, moralmente
no libre o limitado, verá esos detalles cruelmente exactos con ciertas
lagunas, a través de un filtro ético preexistente. Se llega así a una
curiosa corrección de la percepción subjetiva, un fenómeno fundamental
para la relación entre escritor y lector, que a la vez es un caballo de
Troya en cuyo interior el escritor penetra en el alma de su lector. De
aquí resulta la necesidad de una coautoría inspirada por parte del
lector, lo que —por cierto— es la base de esa opinión tan común según la
cual es mucho más difícil y más cansado leer un libro que ver una
película, que es algo que se consume pasivamente: «El espectador se ha
sentado, y el proyector comienza a funcionar…»
Entonces, ¿tiene el espectador de cine alguna libertad de elección? Dado
que un plano, escena o episodio no describe, sino que fija literalmente
un acontecimiento, un paisaje o un rostro, en el cine se llega a una
peculiar norma estética, a una concreción que sólo permite una
interpretación unívoca, contra la cual se rebela a menudo la experiencia
personal del espectador.
Para tener otro punto de comparación, pensemos en la pintura. Ahí
siempre hay una cierta distancia entre el cuadro y el espectador, una
distancia anticipada ya por un cierto respeto hacia lo representado y
por la conciencia de que se trata de un cuadro, una imagen, comprensible
o no, de la realidad. A nadie se le ocurriría identificar esa imagen de
la realidad con la vida misma. En todo caso se hablará de «similitud » o
«diferencia» de la representación en comparación con la vida real. Sólo
en el cine el espectador mantiene siempre la sensación de una
facticidad inmediata de la vida que ve en pantalla, por ío que siempre
juzgará el cine según las leyes de la vida. De ese modo está alterando
los principios según los cuales el autor estructuró su obra y
cambiándolos por otros que surgen de su experiencia cotidiana, normal y
corriente. De ahí surgen las conocidas paradojas de la recepción por
parte de los espectadores.
¿Por qué el público de masas prefiere a menudo temas exóticos en el
cine, que nada tienen que ver con su propia vida? Piensa que conoce ya
de sobra su vida, está harto de ella y en el cine prefiere tener
experiencias desconocidas: cuanto más exótica, cuanto más alejada de su
vida cotidiana, tanto más interesante, entretenida y pedagógica le
parece una película.
Pero éste es un problema sociológico: ¿por qué un grupo de espectadores
busca en el cine el entretenimiento y la distracción, mientras que otro
grupo espera encontrar un interlocutor inteligente? ¿Por qué para unos
cuenta sólo lo externo, lo supuestamente «bonito», que en realidad no es
sino mal gusto, un mamotreto carente de inspiración, mientras que otros
tienen una acusada sensibilidad para vivencias realmente estéticas?
¿Dónde están las causas de la torpeza estética, y a veces también moral,
de gran parte de la gente? ¿Quién tiene la culpa? ¿Será posible
ayudarles a ver aquello que es más alto y más bello, a llegar a aquella
actividad espiritual que el verdadero arte despierta en las personas?
La respuesta es muy fácil y nos conformaremos con una única
constatación. Por diferentes motivos, los diversos sistemas sociales van
«alimentando» las masas con terribles sucedáneos, sin pensar cómo poder
inculcarles el buen gusto. La única diferencia es que en el mundo
occidental cada persona puede elegir libremente y puede, sin mayor
problema, ver las películas de los más grandes directores. Pero el
efecto de éstas parece ser muy limitado, pues el arte cinematográfico,
en el mundo occidental, a menudo sucumbe en esa desigual lucha con el
cine comercial.
Precisamente por esa competencia con el cine comercial, el director
tiene una especial responsabilidad frente a los espectadores. Pues, por
los efectos específicos del cine (esa identificación de cine y vida), la
más absurda película comercial puede ejercer sobre un público ingenuo y
burdo el mismo efecto mágico que el verdadero arte ejerce en un
espectador exigente. La diferencia fundamental, trágica, reside en el
hecho de que una película artística despierta en su público emociones y
pensamientos, mientras que el cine de masas —con ese efecto suyo
especialmente adormecedor e irresistible— apaga todos las demás
reflexiones y sentimientos de su público de forma definitiva e
irrecuperable. Aquellas personas que ya no sienten ninguna necesidad de
nada bello, espiritual, utilizan el cine como una botella de Coca-Cola.
Por este motivo no entiendo cómo un artista puede hablar de absoluta
libertad creativa. En mi opinión, se da todo lo contrario: quien se
adentra por el camino de un quehacer creativo cae en los lazos de
interminables ataduras que le sujetan a sus propias tareas, a su destino
como artista.
Todo el mundo y todas las cosas están vinculados a determinados lazos.
Si se pudiera ver a un solo hombre bajo las condiciones de la libertad
absoluta, sería algo así como un pez de las profundidades marinas
colocado en un lugar sin agua. Una idea extraña… ¡pero si hasta el
genial Rublev trabajaba en el marco de las disposiciones canónicas…!
Lo trágico es que no sabemos ser realmente libres: exigimos una libertad
que va en detrimento de los demás y no estamos dispuestos a prescindir
de algo nuestro en bien de los demás, viendo en ello una disminución de
nuestros derechos y libertades personales. A todos nosotros nos
caracteriza hoy un egoísmo francamente increíble. Pero ahí no está la
libertad. Libertad significa aprender por fin a no exigir nada de la
vida o de los demás hombres, sino sólo de nosotros. Libertad: sacrificio
hecho en nombre del amor.
Que no se me entienda mal: estoy hablando de la libertad en el más alto
sentido ético del término. No estoy queriendo polemizar contra los
indiscutibles valores que caracterizan a las democracias occidentales.
Pero también bajo las condiciones de esas democracias surge el problema
de la falta de espiritualidad y de la soledad de los hombres. A mí me da
la impresión de que en la lucha por las, sin duda, importantes
libertades políticas, el hombre moderno ha olvidado aquella libertad de
que disponían los hombres de todos los tiempos: la libertad de ofrecerse
en sacrificio, de darse a sí mismo a su época y a su sociedad.
En las películas que he realizado hasta la fecha, siempre he querido
hablar acerca de personas que, dependiendo de otras, es decir, no siendo
libres, supieron conservar su libertad interior. He mostrado personas
aparentemente débiles. Pero también he hablado de la fuerza de esa
debilidad, una fuerza que emerge de sus convicciones morales.
Stalker es una persona aparentemente débil. Pero a él, precisamente su
fe y su deseo de servir a los demás, le hacen invencible. Al fin y al
cabo, un artista no ejerce su profesión para contar algo a alguien.
Quiere más bien demostrar a los hombres que quiere servirles. Me
sorprendo una y otra vez cuando los artistas expresan la opinión de que
ellos mismos se van creando en libertad. El artista tendría
indefectiblemente que convencerse de que él es una creatura de su época y
de las personas que le rodean. Ya Pasternak lo decía:
«No duermas, artista, no duermas
y al sueño, artista, no te entregues.
Eres el azote de la eternidad,
prisionero del tiempo…»
Si el artista consigue crear algo, en mi opinión es sólo porque con ello
satisface una necesidad ya existente de los hombres, aun cuando no sea
consciente de ello. Y por eso siempre vence, siempre gana el espectador,
mientras que el artista siempre pierde, siempre abandona algo.
Una vida absolutamente libre, en la que se pueda hacer o dejar de hacer
lo que uno quiera, según capricho, es para mí algo realmente
inimaginable. Por el contrario, yo me veo obligado a hacer siempre
aquello que en un período determinado de mi vida me parece lo más
importante, lo necesario. La única comunicación adecuada con el
espectador es ésta: permanecer fiel a sí mismo. Sin concesión alguna a
ese ochenta por ciento de espectadores de cine que, por motivos
indescifrables, exigen de nosotros, los directores, que les
entretengamos. A la vez, nosotros los directores hemos empezado a
despreciar tanto ese ochenta por ciento de espectadores, que estamos
dispuestos a entretenerles, puesto que de ellos depende la financiación
de la próxima película: una situación sin salida.
Pero volvamos a aquella minoría de público que espera impresiones
estéticas. Volvamos al espectador ideal, en quien inconscientemente se
apoya cualquier artista de cine y en cuya alma sólo despertará un eco si
la película refleja una vivencia realmente vivida y sufrida por el
autor. Tengo tal respeto por el espectador que no puedo engañarle: tengo
confianza en él y por eso me he decidido a contarle sólo aquellas cosas
que para mí son las más importantes, las más valiosas.
Destacaba Vincent van Gogh que el deber era algo absoluto y que ningún
éxito le daba más satisfacción que cuando encontraba personas sencillas,
trabajadoras, que colgaban sus dibujos en su habitación. Estaba de
acuerdo con Hubert von Herkomer, quien decía que «el arte, en sentido
pleno, se hace para ti, para el pueblo», y estaba muy lejos de querer
agradar especialmente a alguien. Precisamente porque Van Gogh se
mostraba tan responsable frente a la realidad, supo reconocerla en toda
su importancia social, viendo su función como artista en el empeño de
«pelearse» con todas sus fuerzas y hasta su último aliento con las cosas
de la vida, para poder configurar aquella verdad ideal escondida en
ellas. En su diario se puede leer: «¿Pero es que no basta si una persona
expresa claramente lo que quiere decir? No dudo que resulta más
agradable escucharle si, además, sabe expresar sus pensamientos de forma
bonita. Pero eso no añade mucha belleza a la verdad, que ya de por sí
es bella.»
Un arte que exprese las necesidades espirituales y las esperanzas de la
humanidad juega un importantísimo papel para la educación moral. O al
menos está llamado a hacerlo. Y si no se consigue es porque hay algo en
la sociedad que está desordenado. Nunca se deben plantear al arte tareas
meramente utilitaristas y pragmáticas. Si en una película se hace
patente una intención de este tipo, entonces se está destruyendo su
unidad artística. Pues el efecto del cine, como de cualquier otro arte,
es mucho más complejo y profundo. Tiene una influencia positiva sobre
los hombres por el mero hecho de su existencia, estableciendo aquellos
vínculos espirituales que hacen que la humanidad sea realmente una
comunidad. Y también conforma aquel ambiente moral en que el propio arte
se renueva y perfecciona continuamente, como en un humus. Y si esto no
es así, se va estropeando como las manzanas de un huerto abandonado, que
se ha vuelto a transformar en desordenada jungla. Si el arte no se
utiliza según su meta, muere, y eso quiere decir que ya nadie lo
necesita.
En mi experiencia profesional, he podido comprobar muchas veces que una
película sólo causa efectos emocionales en el espectador si su
estructura externa, emotiva, de imágenes, nace de la memoria de su
autor, si lo que muestra en imágenes corresponde a sus propias
impresiones vitales. Sin embargo, si una escena está construida a base
de especulación, dejará frío al espectador, incluso cuando se ha
realizado de forma convincente, pero según la receta de una base
literaria. Y aunque una película así, al verla, le resulte a alguno
interesante y bien realizada, en realidad no será capaz de sobrevivir;
su pronta muerte es inevitable.
Por lo tanto, como desde un punto de vista objetivo no se puede contar
con la experiencia del espectador tal como se hace en la literatura, que
presupone una adaptación estética a la que se llega en la recepción de
cada lector, el director de cine tiene que transmitir a los demás sus
experiencias con la mayor sinceridad posible. Pero esto no es tan fácil
como parece: hace falta gran capacidad de decisión. Y por eso, aun hoy,
cuando tanta gente ha encontrado la posibilidad de hacer películas,
sigue siendo un arte que dominan muy pocas personas en todo el mundo.
Yo, por ejemplo, no estoy nada de acuerdo con el modo de trabajar de
Sergei Eisenstein, con sus fórmulas intelectuales, con sus planos en
clave. Mi modo de transmitir experiencias al espectador se diferencia
radicalmente del de Eisenstein. Por supuesto que es de justicia decir
que Eisenstein ni siquiera hizo el intento de transmitir a alguien sus
propias experiencias, sino que pretendía transmitir ideas en forma pura.
Detrás de ello hay una concepción del cine que a mí me resulta
completamente extraña. Y el montaje de Eisenstein me parece que
contradice todo el fundamento del efecto específico del cine… Quita a
los espectadores el mayor privilegio que tienen, el que le puede ofrecer
el cine, por su modo peculiar de recepción, a diferencia de la
literatura y la filosofía: el privilegio de sentir como vida propia
aquello que se está desarrollando en pantalla, de asumir una experiencia
fijada de modo temporal como una experiencia propia, profundamente
personal, de poner la propia vida en relación con lo que se muestra en
la pantalla.
La forma de pensar de Eisenstein es despótica. Le quita a uno «el aire»,
aquello que es inexpresable, que quizá sea incluso la característica
más notoria del arte: lo que permite al espectador relacionar una
película consigo mismo. Y en el fondo no quiero hacer películas que
presenten discursos retóricos y propagandísticos, sino vivencias que
puedan ser revividas en la intimidad del espectador. Aquí reside
precisamente mi responsabilidad para con el espectador y creo poder
transmitirle una vivencia única, una vivencia tan necesaria para él que
sólo por ella entre en la sala oscura de cualquier cine.
Todo el que quiera puede ver mis películas como un espejo en el que se
ve a sí mismo. Si el arte cinematográfico fija sus ideas en formas muy
cercanas a la vida y organiza ésta de forma que sea perceptible sobre
todo desde el punto de vista emocional, entonces el espectador puede
hacer referencias a él recurriendo sin más a la propia experiencia. Pero
esto no sucederá si nos mantenemos firmes en lo ya expuesto, si es que
se mantiene la fórmula especulativa del «plano poético», es decir, de un
plano con una puesta en escena que acentúe la parte intelectual.
Para mí, como ya he dicho, es absolutamente imprescindible que uno
oculte sus propias intenciones. Si insiste en ellas, quizá el resultado
sea una obra de arte más actual, en el sentido cotidiano de la
expresión. Pero será una obra de arte de un significado mucho más
perecedero. En ese caso, el arte no se ocupa de profundizar en su
naturaleza, sino que se pone al servicio de la propaganda, del
periodismo, de la filosofía y de otras ciencias afines, con lo cual
adopta funciones meramente utilitarias.
El carácter de verdad de un fenómeno reproducido en el arte se revela en
un intento de reconstrucción de todas las referencias lógicas que
contiene la vida. Aunque el artista, en el cine, al seleccionar y unir
entre sí hechos de un «bloque temporal», no es totalmente libre. Su
personalidad de artista se mostrará con toda claridad, de forma
involuntaria, inevitable.
La realidad se basa en innumerables relaciones de causa y efecto, de las
cuales un artista sólo puede recoger una parte determinada. Por ello
sólo tendrá que tratar con aquellas que él mismo ha sabido captar y
reproducir. Aquí es donde se mostrará su individualidad y singularidad.
Cuanto más empeñado esté un autor en conseguir el realismo en su
reproducción, tanto mayor es su responsabilidad. Un artista tiene que
ser sincero. Necesita tener las manos limpias.
La desgracia (o el motivo principal de que surja el arte
cinematográfico) es que frente a la cámara nadie está en condiciones de
reconstruir su propia verdad. Por eso carece de sentido aplicar al cine
el concepto de «naturalismo» que, al menos para los críticos soviéticos,
es una ofensa (bajo «naturalismo » entienden las tomas excesivamente
crueles: «naturalismo » fue también uno de los principales reproches
contra Andrei Rublev, donde algunos quisieron descubrir una
estilización consciente de la crueldad).
Toda persona tiende a creer que el mundo es lo que él ve y percibe. Pero
desgraciadamente el mundo es completamente distinto. Sólo en el proceso
de la vida práctica del hombre, la «cosa en sí» pasa a ser una «cosa
para nosotros». Aquí radica también el sentido de los procesos
cognitivos del hombre. El conocimiento del mundo por parte del hombre
queda limitado durante esos procesos gracias a los sentidos que le han
sido otorgados por su naturaleza. Pero si —como escribía Nikolai
Gumilyov[49]— pudiéramos desarrollar un órgano para el «sexto sentido»,
el mundo indudablemente se nos presentaría en dimensiones muy distintas.
Del mismo modo, el artista se ve limitado por su visión del mundo, por
su comprensión de qué es lo que da unidad al mundo que le rodea. También
de aquí se desprende lo absurdo de un naturalismo cinematográfico, como
si la cámara fijara las cosas de modo aleatorio, sin principio
artístico alguno, en «estado natural», por llamarlo de alguna manera. Un
naturalismo así sencillamente no existe.
Otra cosa totalmente distinta es el «naturalismo» inventado por los
críticos y utilizado como fundamento teórico, por así decir «objetivo» y
«científico», para expresar sus dudas sobre la justificación de una
visión artística de los hechos que les hace ponerse en movimiento para
proteger a los espectadores de crueldades. Es éste un «problema»
destacado por los «protectores » del espectador, que quieren prescribir a
uno que no haga otra cosa que acariciar los ojos y los oídos del
público. Reproches de este tipo se podrían hacer también contra dos
directores que hoy son casi dos monumentos del cine: Sergei Eisenstein y
Alexander Dovzhenko. O también contra documentales sobre campos de
concentración, insoportables por su inimaginable verdad sobre el
sufrimiento humano y sobre la muerte.
Cuando a ciertas escenas de mi Andrei Rublev, aisladas de su
contexto (por ejemplo, el episodio del cegamiento o también ciertas
escenas de la conquista de Vladimir), se las acusó de «naturalismo», la
verdad es que ni entonces ni ahora entendí el sentido de tales
acusaciones. Yo no soy un artista de salón, no soy responsable de que mi
público esté de buen humor…
En todo caso, se me debería acusar si, en mi arte, mintiera. Si,
aprovechando la «autenticidad» patente del arte cinematográfico en sí,
utilizando por tanto sus formas y efectos más convincentes, pretendiera
una cercanía completa a la realidad, mientras que la estuviera falseando
con alguna intención concreta.
No es casualidad que ya al principio hablara de la responsabilidad
«penal» del artista en el cine. A algunos les parecerá exagerado. Pero
con esa exageración quiero destacar el hecho de que en la categoría
artística más eficaz hay que trabajar también con especial sentido de la
responsabilidad. Pues con los medios específicos del cine se puede
corromper al público con más facilidad y rapidez, dejándolo inerte en su
interior, que con los medios de las artes antiguas, tradicionales.
Dostoievski escribió en cierta ocasión: «Se dice que la creación
artística debe reproducir la vida, etc. Tonterías: el escritor/ poeta
crea la propia vida. Una vida que, además, no ha existido en esas
dimensiones…» La idea de un artista surge en las dimensiones más
profundas y más ocultas de su ser. No puede serle dictada por ninguna
idea «exterior», objetiva, sino que necesariamente se halla unida a la
psique y a la conciencia del artista, es un resultado de su completa
actitud vital. En caso contrario, su empeño está condenado desde el
principio a ser, en lo artístico, vacío e improductivo. Por supuesto que
uno puede dedicarse de forma meramente profesional al cine o a la
literatura, sin necesidad de ser un artista; pero, en ese caso, es algo
así como un mero realizador de ideas ajenas.
Una idea realmente artística es siempre para el artista algo
atormentador, algo casi peligroso para su vida. Su realización sólo se
puede comparar a un paso decisivo en la vida de una persona. Esto
siempre ha sido así para todo el que se ha introducido en el mundo del
arte. Aun así, a veces se tiene la impresión de que hoy nos dedicamos
más o menos a contar de nuevo viejas historias. Como si el público
viniera a vernos como a un vieja, con su pañuelo y su labor de costura y
nosotros tuviéramos que entretenerles con nuestras historias. Una
narración puede ser algo entretenido, divertido. Pero al público no le
proporciona otra cosa que una pérdida de tiempo a base de cotilleos
vanos.
¿Por qué tenemos tanto miedo a asumir responsabilidades en nuestro
trabajo cinematográfico? ¿Por qué nos aseguramos tanto desde el
principio que el resultado es tan carente de riesgo como de importancia?
¿No será porque quedemos que nuestro trabajo se vea recompensado con
dinero y confort? En este punto convendría comparar la arrogancia de los
artistas modernos con la modestia del desconocido constructor de la
catedral de Chartres. Convendría que el artista destacara por cumplir su
deber, sin más, olvidado de sí mismo. Y esto es algo que todos hemos
olvidado, hace ya tiempo.
Una persona que trabaja en una fábrica o en el campo, que produce
valores materiales, bajo las condiciones socialistas se considera el amo
de la vida. Y una persona así gasta su dinero para que le den un
poquito de «entretenimiento», algo que le prepararán diligentes
«artistas». Pero la diligencia de estos «artistas» está marcada por la
indiferencia: están robando cínicamente a aquella persona honrada y
trabajadora su tiempo, aprovechándose de su debilidad, su falta de
conocimientos y de experiencia estética para destrozarle
intelectualmente y al tiempo para ganar dinero. La actividad de tales
«artistas» es deleznable. Un artista de verdad, sin embargo, sólo tiene
derecho a una actividad creativa si para él es una necesidad vital. Si
esa creación es no sólo una actividad casual, secundaria, sino la única
forma de existencia de su yo, un yo creativo.
En el caso de la literatura no es muy importante qué libro se escriba.
En cierto sentido, eso es un asunto privado del autor, puesto que al fin
y al cabo el lector decide qué libro va a comprar y qué libro va
almacenando polvo en los estantes de una librería. Algo similar se da en
el cine sólo a nivel formal, puesto que el espectador puede decidir qué
película va n ver… Pero en realidad la producción cinematográfica
precisa de aportes de capital enormes, a veces incluso espectaculares,
que además siguen creciendo durante el proceso de producción y obligan
luego a las distribuidoras a conseguir todos los beneficios posibles. En
el fondo, nosotros vendemos nuestros productos y eso hace que aún
tengamos más responsabilidad por nuestra «mercancía».
Tengo que decir que muchas veces me he maravillado de la forma tan
concentrada de trabajar que posee Robert Bresson. No hay una sola
película suya que sea fruto de la casualidad o de una «solución
provisional». El ascetismo de sus medios expresivos le deja a uno sin
aliento. Por su seriedad y su profundidad es uno de esos maestros en la
dirección cuyas películas pasan a ser un hecho en su vida espiritual. Es
patente que sólo las debe rodar en situaciones interiores extremas.
¿Por qué? Eso nadie lo sabe.
En Gritos y susurros, la película de Ingmar Bergman, hay un
episodio muy poderoso, quizá el más importante de la película: dos
hermanas van a la casa de sus padres, y allí muere la mayor de ellas. La
espera de la muerte es el punto de partida de esta película. Y mientras
están juntas hay un momento en que se sienten fuertemente atraídas;
empiezan a hablar y a hablar y a hacerse caricias. Y todo eso crea la
sensación de una sobrecogedora cercanía humana, algo deseado y muy
frágil… Es deseada también porque momentos así son muy raros en las
películas de Bergman o tan sólo se insinúan. En sus películas, las
hermanas a menudo no pueden reconciliarse entre sí, no se perdonan ni
siquiera a las puertas de la muerte. Suelen estar llenas de odio,
dispuestas a atormentarse mutuamente. En esa escena de su breve
aproximación, Bergman, en lugar de diálogo, ofrece una suite para violín de Bach, lo que refuerza inmensamente la impresión y concede a ese momento una dimensión de profundidad.
Qué duda cabe que ese viaje, positivamente tan destacado, hacia regiones
espiritualmente más altas, en Bergman es una ilusión, un sueño: lo que
no es, no puede ser. Y precisamente esto es aquello hacia lo que tiende
el espíritu humano, aquello con lo que está acorde: la armonía vivida
como un ideal que se ha hecho tangible precisamente en este momento.
Pero incluso ese viaje que es mera ilusión permite al hombre una
catarsis, una purificación interior y una liberación, con ayuda del
arte.
Con lo dicho aquí quiero subrayar que soy un adepto de aquel arte que
porta en sí el ansia de lo ideal, que tiende hacia éste. Estoy a favor
de un arte que dé al hombre esperanza y fe. Cuanto más desesperanzado es
el mundo del que el artista extrae su material, más claramente hará que
se sienta el ideal contrario: si no es así, no vale la pena vivir.
El arte simboliza el sentido de nuestra existencia.
¿Por qué motivos intenta él artista perturbar aquella estabilidad hacia la que tiende la sociedad? En la Montaña mágica,
de Thomas Mann, dice Settembrini: «Espero, señor ingeniero, que no
tenga nada en contra de la maldad. Para mí, es el. alma más brillante de
la razón contra las fuerzas de la oscuridad y de la fealdad. La maldad,
señor mío, es el espíritu de la crítica, y la crítica supone el origen
del progreso y de la ilustración.» El artista intenta perturbar la
estabilidad de una sociedad en pro de su tendencia hacia lo ideal: la
sociedad tiende a la estabilidad; el artista, en cambio, a la eternidad.
A él le preocupa la verdad absoluta, por lo que mira siempre hacia
adelante, descubriendo así las cosas antes que los demás.
En todas mis películas me he esforzado por establecer lazos de unión que
aúnen a las personas (dejando de lado los intereses meramente
materiales). Lazos de unión que, por ejemplo, a mí mismo me unen a la
humanidad y que a todos nosotros nos ligan con lo que nos rodea. Tengo
que sentir imperiosamente mi continuidad espiritual y el hecho de que no
me encuentro por azar en este mundo. Dentro de cada uno de nosotros
tiene que haber una determinada escala de valores. En El espejo
intenté transmitir el sentimiento de que Bach, Pergolesi, la carta de
Pushkin, los soldados pasando el Sivasch y esas escenas hogareñas tan
íntimas tienen en cierto sentido el mismo valor para cualquier hombre.
Para la experiencia intelectual de una persona, lo que le sucedió a él
personalmente ayer por la tarde y lo que le aconteció a la humanidad
hace siglos, puede tener el mismo valor.
En todas mis películas me ha resultado importante el tema de mis raíces,
de mis lazos con la casa de mis padres, con la niñez, la patria, la
tierra. De forma necesaria tenía que subrayar mi pertenencia a una
tradición y una cultura concretas, a un determinado círculo de personas e
ideas.
Para mí, son extraordinariamente importantes las tradiciones culturales
rusas que proceden de Dostoievski. Ahora bien, en la Rusia moderna no
sólo no han llegado a desarrollarse plenamente, sino que más bien se
hallan descuidadas o incluso ignoradas por completo. Hay para esto
varios motivos, y el más importante de todos es que dicha tradición es
radicalmente incompatible con el materialismo. Otro de los motivos de
que la recepción de Dostoievski en la Rusia actual sea más bien discreta
es la crisis interior, tan característica de los personajes de este
autor, de su propia obra y también de la de sus continuadores. ¿Por qué
se le tiene tanto miedo en la Rusia moderna a ese estado de «crisis
interior»?
Para mí, una crisis interior es siempre un signo de salud. En mi
opinión, no supone otra cosa que un intento de volver a encontrar el
propio yo, de conseguir una nueva fe. Entra en un estado de crisis
interior todo aquel que se plantea problemas intelectuales. Esto es
perfectamente lógico, puesto que el alma ansia armonía, mientras que la
vida está llena de disonancia. En esta contradicción se halla el
estímulo para el movimiento, pero también la fuente de nuestro dolor y
de nuestra esperanza. Es esa contradicción la confirmación de nuestra
profundidad interior, de nuestras posibilidades espirituales.
De esto trata Stalker: su protagonista pasa momentos de
desesperación. Su fe se tambalea, pero una y otra vez siente su vocación
de servir a los demás, a los que han perdido sus esperanzas e
ilusiones. Para mí fue extremadamente importante que en esta película el
guión mantuviera la unidad de tiempo, espacio y acción. Y si en El espejo
me parecía interesante montar material documental, sueños, apariciones,
esperanzas, intuiciones y recuerdos, es decir, todo el caos de las
circunstancias, en Stalker no quería que hubiera ningún salto
temporal entre las diversas partes. Pretendía que aquí todo el
transcurso del tiempo se pudiera percibir dentro de un solo plano, que
el montaje indicara en este caso tan sólo la continuación de los hechos.
El plano no debía ser aquí ni una carga temporal ni cumplir la función
de una organización del material de cara a la dramaturgia. Quería que
todo contribuyera a dar la impresión de haber rodado la película entera
en un solo plano. Este método tan sencillo, casi ascético, me parecía
que encerraba grandes posibilidades. Por ello quité del guión todo
aquello que me hubiera impedido trabajar con un mínimo absoluto de
efectos exteriores. En este caso, lo que buscaba era una arquitectura
sencilla y modesta para toda la estructura de la película.
Y con ello quería convencer aún más al público de que el cine —como
instrumento artístico— tiene sus propias posibilidades, que no son
menores que las de la literatura. Quería presentar la posibilidad que
tiene el cine de observar la vida casi sin lesionar visible y gravemente
el curso real de ésta. Para mí, es ahí donde radica la naturaleza
verdaderamente poética del cine como arte.
Veía un cierto peligro en que esta simplificación extrema de la forma
pudiera parecer rebuscada y manierista. Intenté escapar de esa impresión
quitando a los planos todo lo que pudieran tener de nebuloso e
indeterminado, que se suele identificar con el «ambiente poético» de una
película. Normalmente se suele producir un ambiente de ese tipo de
forma muy elaborada. Pero yo estaba convencido de que no me tenía que
ocupar lo más mínimo por conseguirlo, pues al realizar el objetivo
principal de un director de cine, eso se obtiene de forma natural.
Cuanto más claramente se haya formulado ese objetivo principal, es
decir, el sentido de lo que se va a mostrar, tanto más claramente
aparecerá también el ambiente. Y con ese acorde principal empezarán a
responder también las cosas, el paisaje y la entonación de los actores.
Todo pasa a tener conexión entre sí, nada sigue siendo casual. Todo se
halla encadenado, se superponen unas cosas a otras, y así Niirgc el
ambiente como un resultado, una consecuencia, de esa concentración en lo
esencial. Sin embargo, el querer crear un ambiente como tal sería una
empresa terriblemente absurda, Por eso nunca me ha resultado familiar la
pintura de los impresionistas, que se proponían representar lo efímero,
el momento como tal. En Stalker, donde intenté concentrarme en
lo esencial, el ambiente surgió —si se quiere— como producto
«colateral». Y hasta se me antoja que actúa de forma más activa y
emocionalmente más contagiosa que en mis películas anteriores.
¿Cuál era el tema principal que debía resonar en Stalker? Dicho
en términos muy generales: ¿cuál es en verdad el valor de una persona y
con qué tipo de persona nos encontramos cuando está sufriendo la pérdida
de su dignidad? Me permito recordar que la meta de las personas que en
esa película se encaminan hacia la zona es una habitación donde se
cumplirán sus más secretas aspiraciones. Mientras atraviesan el curioso
territorio de la zona, rumbo a esa habitación, Stalker narra al
escritor y al sabio la historia, real o legendaria, de Dikoobras, que
llegó a aquel lugar ansiado pidiendo que su hermano, de cuya muerte él
era culpable, volviera a recobrar la vida. Pero cuando Dikoobras volvió
de la «habitación» a su casa, se encontró repentinamente enriquecido. La
zona le había regalado su verdadero deseo íntimo, y no aquello que
había pretendido desear. Por eso, Dikoobras se ahorcó.
Y cuando nuestros protagonistas llegan al fin a su meta, tras haber
vivido muchas experiencias, tras haber reflexionado mucho sobre sí
mismos, no se deciden ya a traspasar realmente el umbral de aquella
habitación, hacia la que se habían puesto en camino bajo riesgo de sus
propias vidas. De repente han sido conscientes de que su estado moral
interior, en el fondo, es trágicamente imperfecto. No han encontrado
dentro de sí fuerzas morales suficientes como para creer en sí mismos.
Su fuerza tan sólo ha bastado para dirigir una mirada hacia dentro de su
propio ser. Y sólo eso ya les ha asustado profundamente.
Cuando en la taberna donde los tres están descansando entra la mujer del Stalker,
el escritor y el científico son testigos de un extraño e incomprensible
fenónemo. Allí hay una mujer que ha pasado por sufrimientos indecibles
por culpa de su marido y ha tenido con él a un niño enfermo, pero ella
sigue amándole de la misma forma desinteresada que en su juventud. Su
amor y su devoción son el milagro final que se puede establecer en
contra de la incredulidad, el cinismo, el envenenamiento de vacío moral
del mundo moderno, de los cuales son víctimas tanto el escritor como el
científico.
Tal vez fue en Stalker, cuando sentí por primera vez la necesidad
de indicar con claridad y sin equívocos el valor supremo por el cual,
como dicen, vive el hombre.
Solaris trata sobre gente perdida en el cosmos que son obligados, les
guste o no, a subir un peldaño más en la escalera del conocimiento en su
afán de conocer cosas nuevas. Este afán de saber muestra aquí al hombre
desde fuera, es a su modo algo realmente dramático, puesto que se ve
acompañado de cierta intranquilidad y de carencias, de dolor y
decepción, pues la verdad última es inalcanzable. A ello se añade que al
hombre le ha sido dada una conciencia, que empieza a atormentarle en
cuanto su comportamiento es contrario a las leyes morales. También la
existencia de la conciencia es, en cierto modo, algo trágico.
Incluso en El espejo, que habla de los sentimientos profundos,
eternos, no de los de breve flamear, esos lazos se convierten en una
imposibilidad de comprender, en una incapacidad del protagonista, que no
entiende por qué ha de sufrir eternamente por culpa de esos
sentimientos, por ese amor y esas ataduras. En Stalker lo digo de
forma abierta y yendo hasta las últimas consecuencias: el amor humano
es ese milagro capaz de oponerse eficazmente a cualquier especulación
sobre la falta de esperanza en nuestro mundo. Lo malo es que también nos
hemos olvidado de qué es el amor.
En Stalker, el escritor reflexiona sobre el aburrimiento de la
vida en un mundo sometido a reglas, en el que incluso la casualidad es
el resultado de una ley que para nosotros era hasta entonces
desconocida.
Quizá sea por eso por lo que el escritor está a gusto en la zona, donde
se encuentra con algo desconocido, capaz de sorprenderle, de
maravillarle. En realidad, lo que le maravilla es precisamente aquella
mujer sencilla, con su fidelidad y sus valores humanos. ¿Es que
realmente todo está sometido a la lógica? ¿Es que realmente todo se
puede disgregar en sus partes componentes, todo se puede calcular?
En Stalker y en Solaris si algo no me interesaba era la
ciencia-ficción. Pero, desgraciadamente, en Solaris aún hubo muchos
elementos de ciencia-ficción, que distraían de lo esencial. Todas
aquellas naves espaciales que aparecían en la novela de Stanislav Lem,
indudablemente, estaban bien elaboradas y tenían su interés, pero,
vistas las cosas desde hoy, opino que la idea fundamental de aquella
película se habría expresado con mucha más claridad si hubiéramos
prescindido de todo aquello.
La ciencia-ficción no era en Stalker sino un punto de partida
táctico, útil para ayudarnos a destacar aún más gráficamente el
conflicto moral, que era lo esencial para nosotros. Pero en todo lo que
le sucede en esa película al protagonista no hay ciencia-ficción de
ningún tipo. La película se hizo de tal manera que el espectador podía
tener la impresión de que todo' aquello podía suceder hoy mismo y de que
la zona estaba muy próxima.
A menudo se me ha preguntado qué simboliza exactamente la zona y hay
quien se ha lanzado a las más aventuradas hipótesis y sospechas.
Preguntas y suposiciones de ese tipo siempre consiguen abocarme a la
desesperación y a la cólera. En ninguna de mis películas se simboliza
algo. La zona es sencillamente la zona. Es la vida que el hombre debe
atravesar y en la que o sucumbe o aguanta. Y que resista depende tan
sólo de la conciencia que tenga en su propio valor, de su capacidad de
distinguir lo sustancial de lo accidental.
Considero que es un deber mío animar a la reflexión sobre lo
específicamente humano y sobre lo eterno que vive dentro de cada uno de
nosotros. Pero el hombre ignora una y otra vez lo humano y lo eterno,
aunque tenga su destino en sus propias manos. Prefiere ir a la caza de
ídolos engañosos, aunque al fin y al cabo, de todo aquello no quede más
que esa partícula elemental con la que el hombre puede realmente contar
en su vida: la capacidad de amar. Y esa partícula elemental puede ocupar
en su alma una posición existencialmente definitiva, puede dar sentido a
su existencia.
Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine
Traducción de Enrique Banús Irusta de la versión alemana de 1988: original ruso de 1984
Madrid, Ediciones Rialp, 1991
No hay comentarios:
Publicar un comentario